La política no se reduce a sus formas de comunicación, pero es lo que vemos. En la expectativa, la escena de la gestualidad tiene un peso superior al de los hechos, por eso un país entero puede estar pendiente de lo que sucede detrás del portón verde de Olivos, donde es imposible que esté pasando algo concreto, más allá de afiebradas conversaciones. Los hechos vendrán después, primero se esperan las decisiones que serán las que motivarán conductas.
El factor decisivo es la atención: el avance de la tecnología produjo cambios en los hábitos de consumo de información y entretenimiento, y ya no es un secreto que los públicos o las audiencias, todos términos amplios e imprecisos si los aplicamos a la política, se perfilan más como consumidores desconectados de los asuntos políticos que como un ciudadano de la democracia representativa. El fin de semana, y los días que le siguieron, fueron para el gobierno una enorme pérdida de tiempo y de oportunidades para instalar una creencia, teniendo toda la atención puesta en él.
Desde sus orígenes, la semiótica clásica describe el proceso de generación de sentido a partir de los hechos concretos, los que podemos llamar “de la realidad”. En otras palabras, cómo hacemos los seres humanos para “entender” el mundo que nos rodea. En “La fijación de una creencia”, el padre fundador de la semiótica, Charles Peirce, destaca que “nuestras creencias guían nuestros deseos y conforman nuestras acciones”, y asegura que quien cree en algo determina por aquella creencia la manera en la que va a comportarse.
El norteamericano denomina, además, “la irritación de la duda” a la búsqueda por aferrarse a pensamientos que le permitan cesar en la incertidumbre. El cerebro busca descansar en algo que satisfaga el deseo, de allí se desprende que ratificar una creencia previa es más sencillo que problematizarse con una nueva.
Por eso, podemos analizar el problema del gobierno desde tres ejes: el político, en su relación con el poder; el económico, indisolublemente relacionado con el primero; y el simbólico, basado en sus problemas de comunicación para construir narrativas de sí mismo que le permitan suplir su incapacidad en el plano real, y generar percepciones que, aunque sean aspiracionales o imaginarias, modifiquen la relación con sus gobernados.
El problema del factor simbólico, en el que nunca hizo pie el gobierno, ni siquiera cuando tuvo un 80% de imagen positiva, involucra aspectos muy sensibles en el campo de la percepción: la mencionada dificultad para captar la atención, la reducida capacidad de abstracción de quienes “leen” los discursos, la escasa tolerancia y permanencia, las burbujas de filtro de los algoritmos, los preconceptos y el nulo interés por lo verdadero, reemplazado por la ratificación de la creencia previa, movimiento natural del cerebro hacia una comodidad muy valorada en estos tiempos.
Así, el gobierno desaprovechó -quizá- la última oportunidad de refundarse: la salida inmediata, aunque no definitiva, luego de ver rodar la cabeza del ministro de Economía Martín Guzmán, era la de capitalizar la atención de propios y ajenos y reemplazar hechos por narrativas. No pudo, no quiso o no supo hacerlo.
En lugar de eso, optó por el silencio de la palabra presidencial, vilipendiada hasta la parodia en otras oportunidades, pero cuya ausencia marca el tono actual de la creencia: el Presidente decidió abandonar ciertas batallas, ya no las dará. Hay una iniciativa que no tiene ni tendrá, su devenir será sobrevivir, porque el primer domingo de julio se fijó con más fuerza una percepción: en un mandato de cuatro años, el tercero es el más desafiante, porque, si hay capital político, se prioriza el horizonte de la reelección; y si ya se es un lame duck, un pato rengo, no se podrá alcanzar al resto de la bandada y ninguna batalla política se puede ganar desde esa posición. Remover esa creencia es lo que debía hacer el Presidente el domingo, pero la reforzó todavía más, y eso se fija como una certeza para quienes ya creían que lo sabían. No importa si es verdad o no.